DEIA 19/02/2012: "Cuidado, Eneko"

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No he estado nunca en l’Auberge du Pont de Collonges y, por tanto, ignoro la naturaleza de ese universo al que, dicen, transporta la sopa de trufas negras de Paul Bocuse. Tampoco sé de qué va realmente eso de la cocina deconstructiva del cerrado (por refundación) elBulli de Ferran Adrià, ni su espuma de judías blancas con erizos. Mucho menos he frito en una cazuela, junto a un cronómetro que marca el tiempo de exposición al aceite de heno, los huevos de pato del Noma de Renè Redzepi. Para ser sincero, no he pisado uno solo de nuestros templos gastronómicos, los de Arzak, Subijana, Berasategi o Aduriz. Y lo digo de entrada para no generar falsas expectativas: no espere el lector encontrar aquí una crítica gastronómica llena de malabarismos sintácticos, tirabuzones gustativos y requiebros sensoriales, sino la simple narración de la experiencia (maravillosa) de un vasco de a pie que un buen día, pongamos que el viernes, pisó por primera vez un dos estrellas Michelin, el Azurmendi de Eneko Atxa, para dar cuenta de uno de esos menú-degustación que siempre nos parecieron tan caros y tan paradójicos: uno tarda más en leer los platos que en comérselos.

Por todo lo expuesto, sería sacrílego comparar la cocina de Atxa con la de otro gran chef del momento. En cambio, uno puede gritar a los cuatro vientos que si la alta cocina es esto, se apunta. Aunque pueda sonar pretencioso, o manido, el Menú Adarrak (120 euros, vinos aparte, un aperitivo, ocho platos, tres postres, tres horas, mil sorpresas) te eleva a una nueva dimensión sensorial. Es el descubrimiento de un nuevo mundo. Un festín para los sentidos, los cinco, desde el tacto (qué textura el pan de leche del caserío de Juan Zabala) hasta la vista (la presentación de los platos, los estores de Aitor Ortiz, el edificio de Naia Eguino, las vistas del Txorierri), pasando por el gusto (inimaginable la infusión de cebolla morada de Zalla, memorable el huevo inverso y trufado, sublime la sorpresa de avellana que acompaña al pichón, entrañables las castañas al sarmiento), el olfato (el Cantábrico rompe en la mesa con la caricia de mar) y el oído (efectiva la música de una arpista de Mungia). La cosa, eso sí, tiene trampa, tres: la cálida acogida de Saioa; la pedagogía de Eneko, que le abre al cliente no solo su cocina, también su corazón y su mente; y la sabia conducción de Jon, que tiene tanto éxito en su cometido («Quiero que os sintáis como en casa», es su presentación) que uno acaba rebañando el plato, sin importarle en exceso que eso esté bien o mal visto en un sitio como este.

Ignoro qué le parecerá el nuevo Azurmendi a Mikel Zeberio. No me importa la puntuación que le den Capel y compañía. Dice Eneko que su único objetivo radica en que el cliente, al acabar, sienta que ha disfrutado de una experiencia exclusiva, no en su acepción elitista sino única: «Que lo que coma, sienta y viva aquí solo pueda comerlo, sentirlo y vivirlo aquí, en el Azurmendi». Lo logra de pleno.

Y dice Atxa que no busca la tercera estrella Michelin. Habla de nuevo el profano, pero yo, si fuera él, miraría de vez en cuando hacia arriba, no sea que la estrella le dé en toda la cabeza.

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