El Correo 18/02/2022: «Odoloste (SLOW FOOD BILBAO-BIZKAIA): Un singular menú en Bilbao con cerdo en todos los platos»

Publicado en Noticias
0

Dejemos las cosas claras. El cerdo es el mejor amigo del hombre. Que no le engañen. Ningún ser vivo ha hecho tanto por la subsistencia de la especie como el nutricio cochino. Así que es de justicia que un cocinero veterano y con fuste como Igor Agirre Ugarte (48) le rinda tributo, del morro al rabo, con 26 platos mestizos donde a los hongos le ponen papada, a las alcachofas con huevos eco una salsa romescu de txistorra y al bacalao, con su toffe de txipiron y su escalibada de begihaundi, unas virutas de bacón para que el pez tenga el regusto neto de la dehesa extremeña.

Agirre tiene mano, memoria y más tablas que un galeón de la Armada de Barlovento. El mismísimo nombre Odoloste, como se llama en Euskadi a la morcilla de verduras, es una patente declaración de intenciones, como una bandera con la jeta de un cuto cruzada por dos jamones que alerta de lo que se cuece aquí dentro.

«Aunque soy de la primera generación que no vivió en el caserío he visto txarribodas desde chaval. Mi aitite, Eulalio Trebolazabala, había sido matarife, así que le buscaban en los caseríos porque tenía buena mano. Y mi amama había sido aldeana, llevando el día a día de un caserío. Todos los años mataban tres o cuatro cerdos y, entre todos, hacíamos chorizos y morcillas. Vivíamos de lo que se plantaba en la huerta del caserío de Urduliz, de lo que nos daban por vender o cambiar los huevos. En casa no se compraban infusiones, íbamos a coger manzanilla. Y, pájaros: malvices y tordos. Guisábamos en salsa los caracoles que pillábamos. Recuerdo cómo mi aitite, antes de comer, zurrupateaba, chupaba un huevo fresco por el agujerito que había abierto en la cáscara… Vengo de ese mundo. De ver un cachito de pan, un currusco, puesto en un cajón o en un armario como ritual para que no faltase nunca el pan en casa. Y el cerdo, en esta cultura, es la proteína, la energía que faltaba a los que cultivaban verduras. Con dos cochinos de 16 arrobas una familia comía todo el año. Y ahorraba. Lo que sobraba iba a las huchas. (Ahora se explica uno las alcancías de barro con el chanchito) ¡El cerdo ha curado más que las boticas!», ilustra ¡con altura! Igor Agirre el nivel de su pasión.

Tanto es su frenesí que debería Agirre formar parte por derecho de esa Cofradía del Cuto Divino donde se alinean los adoradores del jamón de montanera de Joselito, de las crocantes orejas albardadas, de los guisos de gelatinosos rabitos, de las caretas de hirsutas cerdas pasadas por la parrilla, de los guisos de manitas, de los etéreos velos del veteado tocino de 5 Jotas o de Fisán, de la coppa, de esos cortes con nombres celestiales (secreto, lágrima, presa, lagarto, lomo…) que sacan los Carrasco en Guijuelo o los de Maskarada en Lekunberri, bocados todos que desatan la gula y la concupiscencia en las más atribuladas jornadas.

«La vida del cerdo marcaba el paso del tiempo en el caserío. Por San Martín tocaba sacrificarlo. No tengo la conciencia de que aquel grito final tuviera que ver con el sufrimiento. Jamás sentí que se le hacía algo malo: para mí ese irrintzi era como un último homenaje, una despedida», reflexiona el cocinero que conquistó junto a EnekoAtxa en el Kursaal (2002) el premio al mejor cocinero joven. Ambos trabajaban entonces en el Andra Mari de Galdakao.

Agirre recita de memoria los platos ganadores: el homenaje al txipiron con patata suflé rellena de caldo con txipiron y begihaundi plancha, el bacalao Giraldo (con caldo batido en un tiempo que no sabía de sifones) y milhojas de calabaza, un muslo de Luma Gorri deshuesado y cubierto con un redaño de cordero, rebozado con pistacho… «La idea es que se viera que éramos cocineros vascos. Por eso llevamos todo productos nuestros. Nos quedábamos después del servicio haciendo pruebas y pruebas. Los platos salen trabajando pero las ideas surgen en cualquier lado», sonríe.

«Entonces no había Internet; apenas sabíamos lo que pasaba en Cataluña (tengo una habitación entera con recortes de recetas de Santi Santamaría), lo que hacía Juan Mari Arzak o Martín Berasategui, que creó escuela. No hay que olvidar que, en aquella época, los restaurantes buenos de Bilbao eran Matxinbenta, Gorrotxa, Zortziko, Guria y el Bermeo, con Ángel Llorente al frente, en el mejor restaurante de hotel de España. No había recetas. El jefe de partida nos pasaba unas fotocopias encuadernadas y gracias. Congresos como el de Zaldiaran y Kursaal nos abrieron los ojos a otros cocineros», dice.

La confianza se instala en el comedor del Odoloste. Igor Agirre nos cuenta que siempre soñó con estudiar Moda. En Barcelona. Y diseñar zapatos para mujer de tacones vertiginosos. «Veía las películas de mosqueteros y ahí descubrí que eran ellos los que se maquillaban, los que usaban zapatos de tacón para montar a caballo, los que llevaban capas azules y adornos. Las mujeres vestían en gamas de rosas y rojos… Pero murió mi aita con 42 años y no pudo ser. Nos cambió la vida. Me tuve que poner a trabajar con dos albañiles que hacían una casa en el Abanico de Plentzia. Me sangraban las manos. Las tardes y las noches me las pasaba haciendo hamburguesas en el bar Iparralde de Barrika. Ahí empecé en cocina».

Estudiante en la Escuela de Leioa, discípulo del simpar José Ángel Iturbe ‘Bigotes’ («su único defecto es que es de la Real, je, je»), se cruzó en los pasillos con Josemi Olazabalaga, el ‘Heavy’ Alija, Eneko Atxa, Ricardo Pérez, Beñat Ormaetxea… «Luego hice la mili con 19 años en Zapadores de Montaña, en Berriozar. Estuve en cocina, claro. Llevaba aquel rancho para 1.500 personas», suspira. Así que el curro en una brigada decente no le asustó nunca. Siempre contaron con él.

«Hice prácticas en el Café Antzoki, con Xabi Gorosabel, que fue mi primer jefe de cocina y que había estado con Didier Audile en Le Café de Paris y en Martín Berasategui. Fue mi primer maestro: era un espectáculo. Yo quería ir a Zuberoa, para aprender guisos de caza. En Andra Mari, Roberto Asua me dijo de hacer una temporada, seis meses, en Mugaritz con Andoni, Dani Lasa y Martxel Arocena. ¡Qué equipazo! Menudo tridente hacían, con todo documentado y anotado, y con Garbiñe Martija, la mujer de Andoni, trabajando en sala. Como entonces no había ronner hacíamos baños María de 45 horas, salíamos a coger flores… ¡Y cómo trabajaban el foie! Aquellos meses me marcaron y cambiaron mi manera de cocinar».

Regresó a Andra Mari, abrió por su cuenta un local en La Alhóndiga en 2003 y se asoció con Aitor Elizegi, en varios restoranes (entre ellos, Sua). En 2005 abre su primer local en solitario, en el Casco Viejo, el Ariatza, hasta llegar a Alameda de Recalde, 11, donde arma Ur Gatza, precedente del actual templo del cerdo. «Necesitaba tener mi identidad. Creo que la he encontrado con este tratamiento fino y ligero del cerdo. Aquí me reconozco. Pongo en juego todo mi conocimiento culinario. A veces, se hace confusión en vez de fusión», alerta.

Les animo a probar esa paleta de 26 platos donde el marrano acecha en el lugar exacto. Si hasta el atún rojo ibérico marinado en agua de mar con tartar de tomate lleva un velo de tocino de cerdo Torbiscal, como si el cocinero Agirre, siempre respetuoso, quisiera que en Odoloste el cimarrón no pasara vergüenza.

Deja tu comentario con

Escribe un comentario

Todos los campos con * son obligatorios.

*

Loading Facebook Comments ...