SUPLEMENTO JANTOUR: ANA MARI LLAGUNO (BILBAO-BIZKAIA SLOW)

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La tierra siente la primavera y comienza a desperezarse mientras Ana Mari Llaguno, en su casa del barrio de Somovalle, en Zalla, examina las plantas que crecen lentamente en un espacio protegido. Pronto las transplantará a la huerta para que se transformen en las hermosas cebollas moradas que han dado fama al pueblo. A los cocineros de renombre les gusta este producto tan sabroso, tan jugoso, aunque los campesinos de Las Encartaciones lo conocen desde hace siglos.

Ana Mari, nacida en Artzentales, no sabía nada de la joya morada de Zalla hasta que se mudó al casarse. «Mi familia tenía ganado de leche y una huerta pequeña, pero mi suegra vendía cebollas y otras verduras en el mercado de Balmaseda. De ella aprendí y ahora voy yo al mercado los sábados».:00:18
En su huerta, un espacio reducido, una superficie que puede atender por sí misma, comienzan a brotar las patatas, mientras que las lechugas, recién plantadas, son diminutas.

Ella espera la lluvia. «Ha sido un invierno muy frío, pero con poca agua; si no llueve en abril no sé qué va a pasar», afirma, aunque no suena a lamento, pese a que es consciente de la mala fama que arrastran los campesinos: «dicen que estamos siempre quejándonos, que si llueve poco, que si llueve demasiado…».
Y es que la naturaleza marca de forma tajante los ritmos del campo, y más si se quiere ser respetuoso con la tradición. «Nosotros seguimos plantando con la luna menguante; es mejor así, para la huerta, para cortar un palo, para cortarse el pelo…». Habrá urbanitas que sin duda se reirán, hay mucha gente muy lista en el mundo que, sin embargo, se asombrará al detectar el aroma crudo, de pura tierra, de un puerro recién arrancado, el sabor de un pimiento, de una manzana o de un tomate obtenidos por medios tradicionales.

Cada cosa, su tiempo

«Tradicionales, no ecológicos», subraya Ana Mari, quien confiesa que no le agrada demasiado el adjetivo que festonea mil productos en los mercados. Abono del ganado, algo de insecticida para frenar las plagas y pocos herbicidas. Para eso están sus manos fuertes, para atacar de raíz tanto hierbajo que crece a toda velocidad junto a los brotes y que en una semana ocultarían las plantas.

«Si no echas nada, no coges nada», afirma contundente. El cuidado permanente es fundamental para que sus 5.000 plantas de cebolla prosperen y le permitan cosechar una tonelada de bulbos, de los que obtendrá las semillas para el año siguiente. «Cada cosa de la huerta tiene su tiempo y, si se hace bien, dura, es algo que viene de generaciones, pero que consume la gente mayor porque le recuerda a lo que comía antes».

Sabe que la competencia es feroz, que los gustos en alimentación dependen en gran medida de las modas, que las grandes marcas arrasan en las grandes superficies, pero… ¿es que acaso a nadie le sorprende que en área de las verduras de un supermercado no se vea ni un miserable mosquito, con tanto alimento a su alcance? ¿No es un milagro que una lechuga dure semanas sin que sus hojas se deterioren? ¿Que frutas y verduras lleguen rozagantes tras cruzar el océano?

Pues no. Hace nueve años entró en el movimiento Slow Food, que abrió a estos productos modestos las puertas de los mejores restaurantes y de las cocinas de aquellos que sueñan con ritmos de vida más lentos y con alimentos que saben y huelen a eso, a alimento. Y una mujer pegada a la tierra, a la realidad, difícilmente se engañará con el futuro, porque «no hay relevo y el mercado nos echa». Así, sin contemplaciones.
Mientras tanto, que nos aprovechen las cebollas moradas de Zalla.

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